miércoles, 27 de junio de 2012

Así estaba cuando vio al marido levantarse, con los ojos fijos, como un sonámbulo, dirigiéndose a la cama de la chica de las gafas oscuras. No hizo un gesto para detenerlo. De pie, sin moverse, vio cómo él levantaba la manta y se acostaba después junto a ella, cómo la chica despertó y lo recibió sin protestas, cómo las dos bocas se buscaron y se encontraron, y después lo que tenía que pasar pasó, el placer del uno, el placer del otro, el placer de ambos, los murmullos sofocados. Ella dijo: Doctor, y esta palabra podía haber sido ridícula y no lo fue. Él dijo: Perdón, no sé que me ha pasado. Realmente teníamos razón, cómo podríamos nosotros, que apenas vemos, saber lo que ni él sabe. Acostados en el catre estrecho, no podían imaginar que estaban siendo observados, el médico seguro que sí, súbitamente inquieto. Estaría durmiendo la mujer, se preguntó, andará por los corredores como todas las noches. Hizo un movimiento para volver a su cama, pero una voz dijo: No te levantes, y una mano se posó en su pecho con la levedad de un pájaro. Iba él a hablar, quizá a repetir que no sabía lo que le había ocurrido, pero la voz dijo: Lo comprenderé mejor si no dices nada. La chica de las gafas oscuras empezó a llorar: Qué desgraciados somos, murmuraba. Y después: También yo quise, también quise, el doctor no tiene la culpa. Calla, dijo suavemente la mujer del médico, callémonos todos. Hay ocasiones en las que de nada sirven las palabras, ojalá pudiera llorar yo también, decirlo todo con lágrimas, no tener que hablar para ser entendida. Se sentó al borde de la cama, tendió el brazo por encima de los dos cuerpos, como para ceñirlos en el mismo abrazo, e inclinándose hacia la chica de las gafas oscuras murmuró muy bajo en su oído: Yo veo.
José Saramago.

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