miércoles, 27 de junio de 2012

Despertamos juntos sabiendo que sería el último día; la distancia y el dolor reprimirían nuestro deseo. Luego nos despedimos sin mayor dolor, un beso que ya no queda en la memoria: los labios que me habían visto enloquecer con sus jugueteos ¡Nunca más! Y así terminó lo que inició con estrellas, mar y noche. O al menos eso dijo ella. La inocencia permeaba sus miradas. Ella nunca quiso enamorarse; él no ofrecía escapatoria. Su voz era un seductor recorrido por senderos jugosos, coloridos y desconocidos. Sus palabras simulaban nubes de ternura con diluvios de tranquilidad en campos de amapolas. Nubes rosas. Eso sentían. Mucho tiempo pasó hasta que se encontraron. Ahora sus palabras estaban impregnadas de saliva; ambos confesaban con susurros, se miraban con sus manos, cada tacto como una explosión de sinsabores de un agridulce espeso y achocolatado. Ella desconfió, buscó nuevos recorridos. Luego volvió. Él la recibió, tampoco quiso divagar por rumbos diferentes. Juntos creyeron que eternizarían un sueño. Acto malvado el de las manecillas del reloj; recorren el camino vicioso acumulando segundo tras segundo con la indiferente prepotencia de quien se sabe impenetrable e inderrotable. Burlón mira un pasado que prometía tiempo, un cuento que omitía fin. Ellos cargaron con el mundo en la espalda un par de veces; ilusos creían que lo sostendrían. Sus cuerpos se juraban el universo, la magia de la fantasía, lo efímero del tiempo; la verdad absoluta. El peso de lo imposible agrietaba sus huesos, diluía sus esfuerzos. Ella vivía perdida en vacíos infinitos mitigados con partículas de sal. Ninguno lo entendía: la culpa, fiel antagonista irrisoria se descargaba sin piedad. Él se había perdido en seductores ramajes y todos, como en una comedia siniestra, disfrutaban el hedor. El viento jamás arrasará con su dolor. El hipnótico mundo del ensueño terminó: nuevas historias quieren contarse. El tiempo vuelve a mirar burlón el final de una obra inimaginable. Ahora no se hablan, no se miran, no se escuchan, no se sienten, no se odian. Es la obra macabra de un silencio sepulcral. Un amargo se rehúsa a eliminar su sabor. Es el amargo de un café negro después de un sexo inconfundible entre miradas imborrables, murmullos armónicos, voces grotescas, caricias violentas, gotas de un sudor elocuente; fluidos de una esencia demente…. Y juntos sabían el dolor de un amor demente.
Ana Botero

No hay comentarios:

Publicar un comentario