sábado, 11 de agosto de 2012


Pero antes de abrir los ojos ya vuelvo a escuchar tu voz como una especie de bálsamo del que ya no puedo prescindir. Resuenan en mi alma todavía tus palabras latiendo con fuerza; las de ayer, las de mañana, siempre distintas pero siempre vestidas de esa ternura que te envuelve y que me abraza constantemente.

Llegué a ti sin más equipaje que el miedo en los talones, los restos de aquellos nudos que ataban mi existencia y la firme voluntad de recomponer unas alas gastadas y heridas, pero ansiosas por empezar a volar.

Y esta mañana, apoyada en el dintel de mis cuarenta y tres veranos disfruto del regalo que me hace la vida. Hoy puedo ver mi felicidad de igual forma que una niña que ve su cometa jugando con el viento, ligera, hermosa, desafiando las corrientes, consciente de que cualquier cosa puede romper los hilos que la manejan, consciente que un golpe de viento puede echarla abajo, pero segura de que tiene la fuerza suficiente para poder hacerla volar de nuevo.

Gracias a todos los que habéis puesto un lazo en la cola de mi cometa, a los que habéis soplado desde la playa para que vuele lo más alto posible, y a los que me habéis enseñado a manejar los hilos con firmeza y seguridad.

Y gracias a ti, sobre todo a ti por acompañarme en el vuelo y ayudarme a superar el vértigo.

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