jueves, 15 de noviembre de 2012

-¿Vas a decirme que te pasa, Benjamín?
Chaparro se siente morir, porque acaba de advertir que esa mujer pregunta una cosa con los labios y otra con los ojos: con los labios le está preguntando por qué se ha puesto colorado, por qué se revuelve nervioso en el asiento o por qué mira cada doce segundos el alto reloj de péndulo que decora la pared próxima a la biblioteca; pero además de todo eso le pregunta otra cosa: le está preguntando ni más ni menos que le pasa, qué le pasa a él, a él con ella, a él con ellos dos; y la respuesta parece interesarle, parece ansiosa por saber, tal vez angustiada y probablemente indecisa sobre si lo que le pasa es lo que ella supone que le pasa. Ahora bien- barrunta Chaparro-, el asunto es si lo supone, lo teme o lo desea, porque esa es la cuestión de la pregunta que le formula con la mirada, y Chaparro de pronto entra en pánico  se pone de pie como un maníaco y le dice que tiene que irse, que se le hizo tardísimo; ella se levanta sorprendida- pero el asunto es si sorprendida y punto o sorprendida y aliviada, o sorprendida y desencantada-, y Chaparro poco menos que huye por el pasillo al que dan las altas puertas de madera de los despachos, huye sobre el damero de baldosas negras y blancas dispuestas como rombos, y recién retoma el aliento cuando trepa a un 115 milagrosamente vacío a esa hora pico del atardecer; se vuelve a su casa de Castelar, donde esperan ser escritos los últimos capítulos de sus historia, si o si, porque ya no tolera más esa situación, no la de Ricardo Morales e Isidoro Gómez, sino la propia, la que lo une hasta destrozarlo con esa mujer del cielo o del infierno, esa mujer enterrada hasta el fondo de su corazón y su cabeza, esa mujer que a la distancia le sigue preguntando qué le pasa, con los ojos más hermosos del mundo.
El secreto de sus ojos

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