Uno de esos días en los que la vida te lanza al piso, te patea hasta el cansancio y te manda directo al hospital, conocí a la persona más feliz del mundo. Ella era una chica singular, de esas que te saluda y pasa inmediatamente a ser un recuerdo. De esas que te saluda y se vuelve inolvidable. Ella era la chica más feliz del mundo y su sonrisa impecablemente blanca me golpeaba la cara cada lunes en la mañana, cada martes en la tarde, me daba consejos mudos, me levantaba el ánimo, e iluminaba cualquier rincón oscuro que el sol pasara por alto.
Ella era la persona más feliz del mundo y aún así tenía problemas infinitos, como su alegría desbordante y un día cualquiera, la ví llorar. Fue testigo de como sus sonrisas bulliciosas se convertían en lágrimas asfixiantes, fue mi hombro el que le hizo compañía a sus ojos húmedos y así como destruía mis rutinarias semanas con un abrazo, esa noche me contó su historia sin decirme nada. Fue viernes hasta las 12 y yo estaba siendo testigo de como la persona más feliz del mundo se deshacía en lágrimas, como me agradecía con los ojos rojos estar ahí sosteniéndole la cabeza mientras ella dejaba que su alegría se tomara un receso.
Ella era la persona más feliz del mundo y el lunes siguiente me saludó como siempre, como si nunca hubiese llorado, como si su risa se hubiese fortalecido con cada lágrima que quedó en mi hombro. Y me volvió a contagiar, me volvió a solucionar mis problemas y me dijo que los lunes son sólo el primero de cinco pasos para llegar al fin de semana. Y sonreí con el recuerdo de su llanto nocturno y secreto.
Ella era la persona más feliz del mundo y yo la vi llorar una vez.
Monilandia
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