viernes, 29 de junio de 2012

Algo regamos mal, porque por dentro nos crecieron candados de llaves ajenas. Silencios que en su estado avanzado de putrefacción no eran nada más que eso: silencios. Como un enorme desierto de arena y de nada, como montañas inquebrantables ocultas bajo el espeso sudor de una niebla. El vacío también es un sentimiento. Así que cuando vi tus ojos llenos de lágrimas dejé de creer en los oasis. Llegados a un ahora que no lo parece, disfrazados de distancia como en común acuerdo, con esa belleza que tienen las fotos en blanco y negro de siglos pasados, nos miramos consumiéndonos el uno al otro con un pronóstico de ceniza en cada calada. Desgastados como neumáticos viejos y asumidos como el imposible amanecer de un sueño al que se da por perdido, sin poder dirigir la osadía ni encontrarle a la valentía un timón, rotos como unos vaqueros o como una mirada que empieza a recoger los cristales del espejo interior que gotean crucigramas de adioses que van bajando por nuestras mejillas. Se cayó la bandeja de plata y con ella la bebida, mi amor.  
Llegados a este aquí tan distante, a esta rutina de esquelas que es la tristeza en cada palabra, vulgares en los gestos y hábiles en los amaños, con las trampas colocadas alrededor nuestro por si alguno quisiera
huir y no supiera. Creo que no me preocupa tanto el hacernos daño, como que estemos en ese punto en que seamos incapaces de hacérnoslo. Apagados, como la leña después del fuego, soplamos la ceniza que queda en nosotros resignándonos a limpiar al menos lo que ya no arde. Porque cuando se nos hizo tarde todavía no éramos viejos pero ya no había vaho en nuestros suspiros, parecía invierno y con un beso volvimos cada uno a ese frío del tu a lo tuyo y yo a lo mío.
Tayler Durden

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